Agradecer y compartir – Iñaki Otano

Iñaki Otano

En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera:
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado el Mellizo; Natanael, el de Caná de Galilea; los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.

Simón Pedro les dice:
«Me voy a pescar».

Ellos contestan:
«Vamos también nosotros contigo».

Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.

Jesús les dice:
«Muchachos, ¿tenéis pescado?».

Ellos contestaron:
«No».

Él les dice:
«Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis».

La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro:
«Es el Señor».

Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos doscientos codos, remolcando la red con los peces.

Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan.

Jesús les dice:
«Traed de los peces que acabáis de coger».

Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.

Jesús les dice:
«Vamos, almorzad».

Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado.

Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos después de resucitar de entre los muertos.

Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro:
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?».

Él le contestó:
«Sí, Señor, tú sabes que te quiero».

Jesús le dice:
«Apacienta mis corderos».

Por segunda vez le pregunta:
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas?».

Él le contesta:
«Sí, Señor, tú sabes que te quiero».

Él le dice:
«Pastorea mis ovejas».

Por tercera vez le pregunta:
«Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?».

Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez:
«¿Me quieres?»

Y le contestó:
«Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero».

Jesús le dice:
«Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras».

Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió:
«Sígueme».

Reflexión:

Después de un duro trabajo, aquella noche no cogieron nada. Ha cundido el desaliento entre aquellos pescadores. Cuando empieza a amanecer y Jesús se presenta en la orilla, no se dan cuenta de quién es: pesan todavía demasiado la fatiga y la desilusión. Cuando uno está demasiado centrado en sí mismo, en los propios problemas y miedos, corre el riesgo de no darse cuenta de la presencia de quien puede ayudarle a salir del agujero.

          Pero Jesús no se presenta a sus amigos como alguien que no tiene nada que ver con sus preocupaciones diarias. Al contrario, comparte la urgencia que tienen el hombre y la mujer por comer cada día, sostener a la familia, trabajar con fruto. Por eso, Jesús conecta enseguida con lo que preocupa a sus amigos y les dice: ¿Tenéis pescado?… Echad la red.

          Por tanto, hay que preocuparse de la comida y del trabajo, de llevar el bienestar a los seres queridos. Pero las fuerzas, el pan, el pescado que se tengan no son para guardarlos egoístamente, como si los otros no existieran. Son un don de Dios y, cuando se reconoce este don del Señor, se empieza a reconocer al Señor. Este llama a poner en común los bienes recibidos: Traed de los peces que acabáis de coger. No los guardéis solo para vosotros, vamos a ponerlos en común y vamos a almorzar.

          Eso es la Eucaristía. Este Jesús resucitado, que antes de su muerte comía con los pecadores, ahora, resucitado, nos invita a nosotros, también pecadores, a esforzarnos en conseguir el pan y el pescado de la vida cotidiana y, al mismo tiempo, a compartir lo que hemos conseguido.

          Experiencia aleccionadora la de Pedro. Al principio, estaba muy seguro de sí mismo. Había dicho al Señor: “Señor, contigo estoy dispuesto a ir a la cárcel y a morir”. Y después, a la primera contrariedad, le negó tres veces.

          Pero el pecado de Pedro, que le hizo “llorar amargamente”, no le había hundido en la desesperación. La triple confesión de amor, en contraste con aquella vergonzosa negación, es el signo de que la persona puede levantarse de nuevo porque el Señor no la abandona.

          Las tristes circunstancias vividas a causa del pecado deben servir de experiencia para la nueva vida de amor. Así Jesús dice a Pedro y puede decirnos a nosotros: cuando eras más joven contabas solo contigo mismo, te creías con fuerzas suficientes como para andar solo y vencer las dificultades gracias a tu entusiasmo y optimismo juveniles. Ahora que eres más viejo, has aprendido a ser un poco más realista, pero esto no debe hacer disminuir ni tu amor ni tu confianza; otro, que te quiere mucho, te ceñirá y te llevará a donde ni tan siquiera has pensado. Por eso, no te dejes atrapar por el miedo, la angustia o la impaciencia: Tú, sígueme.

          A veces solo podemos decir como Pedro: Señor, tú sabes que te quiero, o más bien: “Señor, yo quiero quererte pero no sé cómo”… El Señor comprende: No te preocupes: Sígueme, intenta ser fiel… Y si la debilidad te lleva al olvido o a la infidelidad, no te desesperes; siempre es tiempo de levantarte, el Señor está cerca de ti.