ACOMPAÑAMIENTO A JÓVENES (CON ESPECIAL MIRADA A LOS JÓVENES LGTBI) Descarga aquí el artículo en PDF
Jesús Sastre García
Acompañar espiritualmente a jóvenes LGTBI supone moverse en una de las fronteras existenciales; aunque se han dado pasos, todavía muchos católicos consideran este «territorio» como algo extraño. Sin duda que estamos ante algo conflictivo, especialmente para los que se encuentran en esta situación. Y a nivel eclesial, nos faltan herramientas para acoger, acompañar e integrar a estas personas en una vida eclesial plena. Las personas LGTBI cristianas sienten profundamente lo que son en su propia identidad y, al tiempo, quieren vivir y crecer en la fe con todo lo que implica. A veces se encuentran ante el dilema de compatibilizar sin más planteamiento orientación sexual y fe, o bien alejarse de toda pertenencia y práctica religiosa comunitaria. Para que se pueda dar un encuentro fructífero en los contextos eclesiales, necesitamos un lenguaje compartido que nos permita entendernos, el conocimiento de lo que dice la ciencia actual sobre la diversidad sexual, superar tópicos y malentendidos fruto del miedo a lo desconocido, y evitar la LGTBIfobia.
En muchos casos hay que acompañar tanto a la persona LGTBI como a la comunidad de referencia, para que sea una comunidad inclusiva. Esto conlleva el encuentro acogedor y sanador que facilite el crecimiento a nivel personal, social y religioso. El acompañante, para poder facilitar esta labor de intermediación, necesita una formación sólida en lo humano, teológico y espiritual, además de una fuerte pertenencia eclesial.
El acompañamiento personal debe comenzar y sostenerse por una escucha atenta que permita al acompañado verbalizar aspectos vitales con frecuencia ocultados durante mucho tiempo y que no son fáciles de comunicar. La escucha empática no implica interrogatorio, juicio moral ni dirigismo. La comunicación de los sentimientos constituye el elemento fundamental para poder manejar la situación vital. Se trata de ayudar a la persona a que se exprese, conozca mejor su situación, la asuma, la ilumine y la contraste para que, en paz y libertad, pueda tomar las mejores decisiones. En todo momento hay que ver a la otra persona como totalidad y unidad. Las aportaciones de la pedagogía no directiva de Carl Rogers pueden facilitar mucho esta tarea. Este autor ve a la persona como un todo organizado, dinámico y abierto en camino hacia mayores niveles de conciencia y realización personal, sea como sea su historia, problemas y condicionamientos. La visión es profundamente optimista: toda persona, en términos de normalidad, debidamente clarifica y motivada es capaz por sí misma de ir mejorando su existencia en todos los aspectos. Se trata de un proceso no-directivo que requiere información y motivación sin ejercer valoraciones o presiones. Este clima de libertad es el que mejor propicia el desarrollo personal, pues el proceso de ayuda se centra en las necesidades internas de la persona. Rogers pensaba que toda persona tiene un potencial de bondad en su interior que le impulsa a la mejora constante; una de sus frases célebres es «cuando miro el mundo soy pesimista, pero cuando miro a la gente soy optimista». En consecuencia, las cualidades propias del acompañante son la empatía (ponerse en lugar del otro) y autenticidad (la coherencia entre su mundo interior y exterior).
La madurez es un proceso paulatino que afecta a la persona en su totalidad. La madurez sexual no es solo una cuestión individual, sino que, al afectar a dos personas, conlleva una relación interpersonal madura. La sexualidad, al ser algo estructural de la persona, afecta a todo el ser. No solo tenemos sexo, sino que somos personas sexuadas, lo cual configura un modo de ser. Dicho de otra manera: la sexualidad es algo estructurante de la personalidad antes que una función de la persona. Por ser un componente fundamental requiere conocimiento, aceptación y vivencia conforme a lo que la sexualidad es en sí misma: realidad corporal, afectiva y espiritual. La vivencia madura de la sexualidad implica la unidad y coherencia de estos tres niveles. En este marco hay que situar los comportamientos afectivo-sexuales y las motivaciones de estos (qué es lo mejor para mí y para la otra persona). Se trata de tomar decisiones sobre el modo de vivir la sexualidad y no solo dejarse llevar por los impulsos primarios y momentáneos. El ejercicio de la inteligencia y la voluntad impiden caer en los extremos del permisivismo (hedonismo) y de la represión. La sexualidad madura permite liberarse de la inmediatez e integrar lo afectivo-sexual en un proyecto de vida compartido. «Hoy asistimos a una idolatría del sexo. Los medios de comunicación y en especial el cine y la televisión, se han encargado de ello. Hay sexo por todas partes, sin afectividad ni amor, sino como una ruta serpenteante, divertida y traviesa, en la que se mezclan la conquista, la búsqueda del placer y el pasarlo bien sin restricciones… Sexo desustantivado, simple diversión, juego caprichoso. Desde esas atalayas se pretende engañar al hombre y convencerle de que es lo mismo sexo que amor».
Aprender a amar implica, de alguna manera, despojarse de las propias necesidades, pues quien busca una relación para compensar sus carencias nunca se sentirá satisfecho y convertirá a la otra persona en un objeto al propio servicio. El amor, por el contrario, conlleva solicitud, responsabilidad, respeto y conocimiento de la otra persona. «La experiencia del amor es el acto más humano y humanizador» (E. Fromm). Además, el amor humano tiene una dimensión de universalidad. Consiste en la actitud en que cada uno nos posicionamos ante el mundo como totalidad; es la característica básica de la condición humana: amar al otro, cualquiera que sea, como hermano. Esta actitud básica y estructurante lleva al compromiso solidario con los que peor lo pasan y a asumir sus causas, aunque a uno directamente no le afecten. El amor erótico–sexual tiende a ser excluyente de lo universal, y se hace «orgástico y transitorio» si se cierra al amor fraternal. ¿Cómo vivir la sexualidad en relación con el amor de fraternidad que se expresa en el compromiso social? El amor humano es único, se expresa de formas distintas, pero no independientes, sino relacionadas. El amor no admite parcelaciones ni se agota en un amor exclusivista, pues el amor es una capacidad que se abre a toda la humanidad. Aquí hay una buena pista para crecer verdaderamente en el amor: la necesaria correlación entre lo afectivo-sexual y el amor solidario. La primera vez que esta afirmación se oye o se lee sorprende y no se entiende muy bien; es algo que hay que profundizar y dialogar en el acompañamiento.
El ser humano tiene capacidad para conocer experiencialmente a Dios; ahora bien, ¿cómo tiene que ser nuestro mundo interior para que podamos captar esta presencia actuante? El acompañamiento personal auténtico lleva a percibir el misterio que habita al ser humano y que es capaz de sacar de sí lo mejor. La gran dificultad está en que muchos jóvenes de hoy «viven en la complejidad y la incertidumbre, proyectados en el presente, puntualmente solidarios, tolerantes en pautas sociales, con poca correspondencia entre los valores finalistas (los ideales que dicen vivir) y los valores instrumentales (lo que posibilita alcanzar los valores finalistas), poco sentido del deber y del sacrificio, tolerantes, cierto predominio del deseo y poco abiertos a las preguntas de sentido. Necesitan y sienten las carencias de los valores espirituales». De ahí la importancia de que el acompañamiento se haga desde las motivaciones profundas de la persona; el primer paso es que cada uno conozca lo que realmente le sucede y mueve su existencia para ver lo que hay que purificar, integrar y potenciar. A ello llegamos armonizando elementos que parecen opuestos, y de cuya síntesis depende, en gran medida, la madurez personal. Son los siguientes: «estima personal vs. autocrítica, pulsiones (agresividad/libido) vs. relaciones de cooperación, inmediatez en la satisfacción (ansiedad) vs. aplazamiento de metas (integrar la frustración), emotivismo (no hay objetividad) vs. capacidad de objetivar lo que se siente, falsa seguridad (no enfrentarse a los conflictos) vs. responsabilidad (afrontar los conflictos), autenticidad (tomar la vida en serio) vs. mentira (no asumir la vida como tarea), se impone el ambiente (no dirige la vida) vs. se busca el sentido de la vida, individualismo (ausencia de relaciones significativas) vs. vida de grupo desde las ideas, creencias y compromisos. Si los valores no se entroncan en los deseos y los potencian, terminan siendo ideología moralizante; y si los intereses vitales no tienen la motivación de los valores pueden terminar en comportamientos egoístas y deshumanizadores». La madurez del acompañante es fundamental para que pueda ayudar a otros a esta síntesis de contrarios; se enseña y motiva más por lo que uno es que por lo que dice o hace. La vida del creyente madura cuando la fe en Jesucristo alcanza los «criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida» (EN20). Dicho de otra manera: ¿cómo adentrarse en las «experiencias estructurantes» de la vida cristiana hasta llegar a constatar lo que dice X. Zubiri: «El hombre no es que tenga experiencia de Dios, es que el hombre es experiencia de Dios»? ¿Cómo llegar a descubrir y a vivir desde la realidad que nos fundamenta y trasciende, Dios mismo? Este planteamiento del acompañamiento implica un nivel de comunicación interpersonal entre acompañante y acompañado donde lo sentido y vivido es la materia fundamental de la conversación, tanto para entender lo que nos pasa como para percibir el lenguaje con que Dios nos habla. La competencia experiencial (el pozo de «sabiduría» que la vida va dejando) del acompañante es imprescindible. La habilidad pedagógica del acompañante ayuda a clarificar lo que el acompañado va viviendo, a clarificar los pasos del proceso, a unificar la vida teniendo como centro a Jesucristo y a darle pistas para mantener en lo cotidiano lo que gozosamente va descubriendo.
Entre los muchos pasajes evangélicos de encuentros de Jesús podemos referirnos a dos: los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35) y la samaritana (Jn 4,1-42) ¿Qué sucede en estos encuentros? Los discípulos de Emaús y la samaritana han vivido una experiencia de autenticidad: prescinden de convencionalismos, caen en la cuenta de las fáciles justificaciones y se «dejan encontrar» por Jesús, que lleva la conversación al sentido de la vida. Pero lo primero que hace Jesús es escuchar y empatizar. Solo después, a través del diálogo, propicia el encuentro con el Padre desde la «autenticidad» del corazón. Al final del proceso los discípulos de Emaús exclaman: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino?» Esto lo dice una persona cuando tiene la certeza de que no ha vivido una experiencia, sino que la experiencia le ha vivido a él, es decir, le ha abierto a un horizonte nuevo, le ha reestructurado interiormente y le proyecta a una nueva existencia que habrá que mantener a lo largo del tiempo con los medios personales y las ayudas comunitarias.