ACOGIDA DE LA DIVERSIDAD – Maria José Rosillo

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Maria José Rosillo

rosillotorralba@gmail.com

Preparaba este artículo con una única intención. No pretendía explicar de nuevo, mi sentimiento de pertenencia a la Iglesia, a pesar de mi condición de mujer lesbiana y católica. Ya lo he explicado muchas veces. Ya lo he justificado demasiadas veces también.

De lo que se trataba ahora, era de buscar en las fuentes doctrinales, esos principios teológicos que no pueden fundamentar desde ninguna óptica, la exclusión de nadie del seno de la Iglesia. Y aquí quise centrarme.

Comencé por recordar algunos de los documentos del CV II, libro de cabecera durante muchos años y que subrayo en varios colores. Cada lectura es novedosa y reveladora para mí. Cuánto de necesario es que se vuelvan a releer y estudiar estos documentos en profundidad en las comunidades parroquiales y catequesis.

Y solo por recordar algunos de ellos: «…todos aquellos fieles, consagrados a Cristo por el Bautismo, constituyen el Pueblo de Dios, partícipes del oficio sacerdotal —esto daría para otra serie completa de artículos sobre las funciones del laicado o sobre el sacerdocio femenino, pero no entraremos ahí ahora—. Y todos ellos, están llamados a la santidad, a contribuir como miembros vivos, al incremento de la Iglesia» (Lumen Gentium 31-32).

Jesús nos ha mostrado en innumerables ocasiones su presencia en esos círculos sociales «mal vistos» por los que dicen denominarse perfectos cumplidores de la ley de Dios. No le ha importado las críticas recibidas. ¿Por qué creemos que nos muestra esa imagen suya? ¿Qué nos está queriendo decir? Pues algo tan sencillo como evidente: la verdadera identidad del Pueblo de Dios, que es su Iglesia, no excluye a nadie, acoge a todos y a todas. Y en la misión de dar a conocer el amor de Dios, se asegura de que las leyes de los hombres no vayan en contra del amor (José Antonio Pagola, Jesús. Aproximación Histórica).

Nuestra fe se apoya en las Escrituras y en la lectura meditada y orante de la Palabra

Cuando las personas católicas sexualmente diversas nos encontramos ante los valores cristianos en los que creemos, nos damos cuenta de que nuestro Credo es una profesión de fe en ese ser humano que desea a Dios en su vida, que siente su Revelación y la Encarnación de Jesús en nuestro mundo de hoy, aunque a veces cueste un poco verle. Nuestra fe se apoya en las Escrituras y en la lectura meditada y orante de la Palabra, como vitamina diaria que no hemos de olvidar leer ni guardar en nuestro corazón. Y, desde esa fe, vivimos y nos expresamos en el mundo, tratando de ser humildes portadores de su mensaje a pesar de nuestra pequeñez y miserias que siempre forman parte de nosotros.

Creemos en ese Dios Padre, en ese Dios Hijo Encarnado y en ese Dios Espíritu Santo–Ruah que nos inspira y nos reconforta, especialmente en los momentos de agotamiento por la desesperanza que a veces inunda nuestros corazones.

Tenemos una fe creyente en una comunidad mundial de la que nos sentimos parte, aunque no tengamos una comunidad humana cerca de nuestra piel. Creemos en unos valores humanos que conducen nuestra vida, apoyados en la incuestionable dignidad de todas las personas, como templos vivos de Dios y, por tanto, de dignos defensores del respeto hacia nuestro cuerpo y al cuidado de nuestra alma, así como de respeto y defensa de nuestra libertad personal y de la libertad del otro (la libertad es el signo eminente de la imagen divina en el ser humano, dice la Gaudium et Spes 17). 

Creemos en los Diez Mandamientos que finalmente se resumen en dos: Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu entendimiento; y el segundo, no menos importante que el primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Recordando también las Escrituras: «Si alguno dice “Yo amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto» (1Juan 4,20).

Creemos en el poder de la oración como vehículo de comunicación diaria y cercana con nuestro Dios y fuente nutriente para nuestra alma, sin la cual no podríamos sobrevivir y habiendo aprendido a meditar el Padrenuestro con la mejor de las maestras, Teresa de Jesús.

Después de esto, me doy cuenta de que mi fe, nuestra fe, abarca todos y cada uno de los puntos contemplados en nuestro Catecismo.

Por tanto, la siguiente pregunta es: ¿por qué entonces cuesta tanto por parte de algunos sectores religiosos y políticos, reconocer nuestra existencia con identidad propia dentro de nuestra comunidad eclesial? ¿No compartimos los mismos principios de fe que todos los demás bautizados? ¿No los llevamos a la práctica en nuestras vidas diarias, o lo intentamos al menos?

¿Qué nos diferencia de cualquier otra persona católica del mundo? NADA. Absolutamente nada.

Tenemos una fe creyente en una comunidad mundial de la que nos sentimos parte.