ACOGER TAMBIÉN ES PROPONER – Jorge A. Sierra (La Salle)

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Jorge A. Sierra (La Salle)

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Ha coincidido que en los últimos meses he tenido la oportunidad de participar en diversos foros de reflexión pastoral donde hemos estado hablando de la acogida en la Iglesia de diversos grupos: jóvenes, matrimonios, religiosos procedentes de otras culturas y, por supuesto, gente cercana geográficamente, pero alejada de la Iglesia por mil razones. En todos esos encuentros se ha hablado largo y tendido sobre la necesidad de acoger, totalmente imprescindible: una acogida incondicional, sincera y «al estilo de Jesús».

En algunos de esos ámbitos se ha hablado de diferentes fases para llegar al «acompañamiento espiritual»: empezar por la acogida, ayudar a hacer seguimiento de las personas y, finalmente, proponer el acompañamiento, en clave humana, espiritual y vocacional. Pero ¿podemos avanzar en este proceso «claro sobre el papel» si no hay propuestas explícitas? Quizás acoger es también proponer y para eso hay que ser valientes.

Soy un gran defensor del «acompañamiento informal», porque este camino de ser y sentirse acompañado depende mucho de las relaciones y si no hay cercanía sencilla, no puede haber búsqueda de experiencias existenciales significativas. Pero corremos el riesgo tanto de confundir el acompañamiento con un estilo caduco de dirección espiritual que interfiere en la autonomía personal —tan valorada en la actualidad— como de quedarnos en solo «tomar un café». sin propuesta, sin mordiente, sin avance.

Entiendo que el acompañamiento es una parte y una dimensión imprescindible de la búsqueda vocacional, pero esta última es siempre una respuesta a un Dios que llama porque ama y ama para llevar a un plan de salvación que para nada es light. Como dice Pablo en la primera carta a Timoteo, «Dios, nuestro Salvador, quiere que todas las personas se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Pues Dios es uno, y único también el mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús, que se entregó en rescate por todos» (1Tim 2,3b-6). El papa Francisco añadía hace unos años: «cuando pedimos a Dios “hágase tu voluntad” quiere decir que no nos resignamos a un destino que no conocemos ni compartimos, sino que confiamos en Él, como nuestro Padre, que desea para nosotros el bien y la vida. Dios siempre toma la iniciativa para salvarnos, y nosotros lo buscamos en la oración, y descubrimos que él ya nos estaba esperando. La propuesta cristiana no es solo acoger, es también proponer una relación personal con el Dios de Jesús, que invita a un camino de compromiso».

Estamos, pues, llamados a un plan de salvación en el que cada persona, cada llamada, cada vocación, revela un aspecto nuevo de la experiencia del Amor de Dios. Acoger es, por lo tanto, también amar, porque nadie puede comprometerse (con alguien, con una institución, con unos valores…) sin experiencia del amor. Y si esta diversidad vocacional implica y complica, ¿podemos desistir de alguien ante la primera negativa? ¿Cuántas veces le hemos dicho —y le decimos— que no a Dios, o «ahora mismo no», o «mejor en otro momento» o cualquier otra excusa? Revisando nuestros propios caminos de discernimiento estoy seguro de que encontraremos bastantes personas que «a tiempo y a destiempo» han estado al quite, han propuesto y se han situado cerca, accesibles, para hablar, contrastar y discernir.

Acojamos a nuestros jóvenes, sin juicios, sin moralinas, pero con fuerza, con mordiente, con fondo y compromiso. Estamos llamándoles a un camino que es nuevo para cada persona en particular en su situación concreta, pero que a la vez —en palabras de X. M. Domínguez Prieto— conlleva ayudarles a que crezcan y maduren como personas, a que afronten sus vidas con realismo, a que reconozcan sus mecanismos de defensa, lo que les paraliza e incapacita, a que respondan con responsabilidad y creatividad a las situaciones que les toque vivir, saliendo de sí y asumiendo compromisos por la mejora de la vida de los demás.

Una acogida que sea también propuesta será siempre de «pedagogía simultánea», aceptando a las personas como son, pero, al mismo tiempo, ayudándoles a establecer nuevas experiencias que les lleven al cambio, a establecer un proyecto de vida articulado en un sentido existencial y de horizonte abierto para orientar su vida.

La creación de un contexto favorable para esto exige un previo que debe ser alimentado desde los procesos de acogida y de seguimiento en la vida ordinaria, como decíamos al principio, sin ofertas «descafeinadas». De hecho, dar el paso de solicitar acompañamiento, por un lado, y ofrecerse a acompañar por otro, no es sencillo. El contexto social de autosuficiencia en el que nos movemos no favorece el pedir ayuda y tampoco el ofrecer tiempos personales para ejercer un servicio de gratuidad como Este.

Acompañar y ser acompañado piden grandes dosis de solidaridad, fraternidad y humildad. No pueden convertirse en algo «obligado», sin una reflexión y un compromiso previos, que pasará por sentirse acogidos en serio, desafiados a ser mejores cada día. Como acompañantes de jóvenes, debemos tener conciencia de ser enviados para desempeñar esta misión y la confianza para desempeñarla, además de estar atentos a los momentos cruciales en la vida en los que resulta inestimable contar con personas que sepan escuchar y ayudarnos a reconocer los movimientos del Espíritu. ¡Un Espíritu siempre nuevo y exigente!