Iñaki Otano
Tiempo ordinario (B)
En aquel tiempo fue Jesús a su tierra en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: “¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? ¿Y sus hermanas no viven con nosotros aquí?” Y desconfiaban de él.
Jesús les decía: “No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”. No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. (Mc 6,1-6)
Reflexión:
A menudo no apreciamos lo que hace y dice el que vive junto a nosotros. Nos parece demasiado cotidiano. Incluso lo que, cuando había cierta distancia, se consideraba virtud atrayente, puede resultar odioso en la relación diaria.
Para transmitirnos su mensaje, habitualmente Dios no se sirve de gente fuera de lo común, sino de personas normales con sus cualidades y defectos. Tenemos que descubrir la presencia del Señor en la propia familia, en las relaciones de trabajo, en los encuentros con los demás.
No hay que descuidar estas relaciones cotidianas. Nuestro Dios es este carpintero, hijo de María, con el que nos encontramos cada día en casa, en el trabajo, en la calle. Cuando se sabe reconocer esto y se quiere vivir en la fidelidad de cada día, por encima de los defectos reales de los más cercanos se encuentran fuerzas y nuevas razones para seguir amando a los demás en su realidad, no en nuestro sueño.
Jesús se extraña de la falta de fe de los de su propia tierra. Como sus paisanos desconfiaban de él, Jesús no pudo hacer milagros allí.
Hay personas entre los niños, jóvenes y adultos, que viven en un clima de reproche constante. Constantemente se les rebaja el valor de lo que han hecho bien recordándoles fallos del pasado.
Se puede paralizar a una persona, reducirla a la impotencia, cuando no se le da confianza y cuando se le echa encima el peso de un juicio preconcebido. Cuántas energías ahogadas, cuántos desánimos, cuánta alegría destruida por nuestros juicios inapelables sobre las personas que creemos conocer. A menudo en la mirada que dirigimos al otro no hay sitio para la esperanza y no se reconoce lo que tiene de positivo.
A pesar de no ser bien recibido, de no poder hacer milagros en su tierra, Jesús no desiste de hacer el bien. En aquel ambiente tan hostil, curó algunos enfermos imponiéndoles las manos.
Muchos padres sienten hoy la decepción de que sus hijos no parecen aceptar la fe de sus mayores. Jesús nos anima a ser perseverantes en vivir nuestra fe y los valores que consideramos importantes, a no dejarnos invadir por la amargura o el desaliento. Somos llamados a manifestar nuestra fe no como quien lanza piedras con rabia contra un enemigo a batir sino como quien quiere comunicar y compartir la raíz honda de la propia felicidad.