Siento una tremenda inquietud. ¿Qué hará la Iglesia después de escuchar a los jóvenes y en qué se notará? ¿Se mantendrá como algo privado, como sin más repercusión, o han llegado para quedarse en espacios más amplios, con capacidad transformadora? ¿Hará sido una oportunidad para la escucha, sin más, o se ha dado el paso para un sólido, permanente y auténtico diálogo? ¿Se habrá recibido su palabra como acontecimiento y visitación (del Señor) o será sin más un momento como tantos otros rodeados de una estética aparente?
Si la Iglesia escuchara a los jóvenes y entrase en diálogo con ellos, estaría situada no sólo en los avatares del presente y sus urgencias, sino mirando al futuro. Estos días he tenido ocasión de leer un libro sobre san Pablo, recientemente traducido al español. En sus páginas late un impulso muy contemporáneo: la mirada hacia lo que vendrá, la espera como esperanza, el firme y radical compromiso con la siguiente década. Aquel último apóstol, tan poco leído en el mundo católico todavía ignorante de los cuatro evangelios y al que la Biblia en su conjunto se le hace carga pesada, debería ser recuperado como clave de nuestra “sinodalidad-sin-miedo”. No se trata de crear nuevas comunidades jóvenes al abrigo de lo antiguo y cómodas con todo ello, sino de abrir nuevos espacios de vida que mantengan sus ritmos, procesos y aventuras. Sin miedo a los conflictos, pero siempre acompañando con autoridad.
¿Habremos dado la palabra a los jóvenes para entrar en diálogo con ellos o para ser escuchados?