Me parece importante empezar diciendo que lo que hoy escribo lo hago por sugerencia de mi hijo de 17 años. Si a él le ha interesado el tema, a mí me interesa decirle, y deciros, una palabra, además de lo que ya se ha escrito a favor y en contra del gesto del Papa Francisco.
Permitidme que regrese primero al pleistoceno de mi pertenencia eclesial. Yo nací con el Concilio Vaticano II y aunque recuerdo vagamente la silla gestatoria, que el último en usarla fue Juan Pablo I, y que hoy sería lo que conocéis como el papamóvil. Lo cierto es que sí recuerdo el gesto de besar el anillo al obispo. Era un gesto de reconocimiento de la autoridad y era un privilegio llegar a hacerlo. Más todavía para mis padres y abuelos.
Luego, un servidor, con aquello de vivir diez años en el Seminario, reconozco que fui acortando las distancias con las dignidades eclesiásticas. El bueno de monseñor José María Larrauri, obispo de Vitoria (1979-1995), que vivía a escasos 50 metros de mi habitación, pasó a convertirse en una especie de abuelo que se asomaba a mi habitación para ver cómo iba con ese cuadro que estaba pintando al óleo. Años más tarde, cuando colaboraba con la delegación de medios, era el “jefe” que me rebatía con cariño, y con genio, que nuestra Diócesis “no podía dar para tanta noticia”.
La vida me ha permitido ir tratando con cercanía a obispos, arzobispos y cardenales, a poder tener incluso el teléfono de algunos y gozar de la confianza de llamarles o recibir una llamada suya.
Pero esa cercanía no ha rebajado ni un milímetro ni el respeto ni el ascendiente que como pastores de la Iglesia tienen hacia mí.
Por eso, el gesto de Francisco no le resta dignidad, casi más, diría que confirma su grandeza. Se sabe objeto de muchas miradas, se sabe modelo e imagen de una Iglesia herida en su credibilidad por muchos motivos. Es un gesto de coherencia con su apuesta por la sencillez, la pobreza, la humildad.
Ahora bien, tampoco pasaría nada si un día deja a alguien besar su anillo. ¿Por qué? Pues lo explico con el ejemplo de un obispo que es más dado al abrazo que a la reverencia: una mujer mayor, vestida de negro y con su mantilla a la antigua usanza, se le acercó tras una misa y solicitó besar su mano, y él con una sonrisa y con dignidad le dijo “¡y el anillo!”.
¿Qué lectura hago de este gesto? Que Dios puede concedernos un sexto sentido para saber que cada cual se salva con su fe y que lo que para uno la verdadera Iglesia es la que le da un abrazo para otros es la que le ofrece su anillo a besar.
Vivimos tiempos en los que hoy niños y jóvenes tratan a los obispos con cordialidad y cercanía, mientras los mayores piensan “en mis tiempos esto ni se te pasaba por la cabeza”.
Seguro que recuerdan esta imagen.
¡Pues es el mismo Francisco!
No albergo el más mínimo atisbo de duda sobre los gestos del Papa Francisco, ni que Dios le haya concedido el don de dar a cada cual lo que necesita.
Y no le daría más vueltas, ni le buscaría lecturas enrevesadas. Espero que estas líneas hayan servido a mis hijos y a quien las lea.