En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis porque vive con vosotros y está con vosotros.
No os dejaré desamparados, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda ese me ama; al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él”. (Jn 14, 15-21)
Jesús parece establecer una relación directa entre el amor a Él y el cumplimiento de los mandamientos. Pero Jesús le pide al discípulo que cuanto Él nos manda no sea tomado como una imposición opresora a la que hay que responder penosamente, sino como una manifestación de amor que busca nuestro bien.
La actitud de Jesús es contraria a todo rigorismo. Como dice el moralista López Azpitarte, “toda forma de rigorismo, aunque se justifique con una serie de argumentos racionales, es la consecuencia lógica y una señal manifiesta de que o la persona no ha llegado a conocerse con una cierta profundidad o, sobre todo, de que busca condenar en el otro lo que no desea aceptar de ninguna manera para sí”. Es verdad: algunos que se muestran muy estrictos e inmisericordes con la fragilidad humana sorprenden a veces con debilidades que tenían celosamente escondidas bajo un caparazón de hierro.
La fe, cuando se trata de vivirla sinceramente, nos ayuda a ser honrados y honestos. Eso no significa que no se encuentren ejemplos admirables de coherencia y rectitud entre quienes no se reconocen creyentes. Pero “porque cree en Dios y se siente llamado a su amistad, porque busca la imitación y el seguimiento de Cristo, porque su persona constituye el amor más absoluto de la existencia, el cristiano posee una motivación extraordinaria que no la tendría a lo mejor si buscase solamente la honradez y honestidad de una conducta” Además “el amor impulsa y motiva un estilo de conducta, que resulta válido para todos los hombres y para el cristiano se convierte también en una respuesta agradecida al Señor”.
Por otra parte, la vida de Jesús y su mensaje nos ilumina y nos hace sensibles a valores éticos, que no siempre son fáciles de captar sin esa luz, pero que constituyen un gran bien para la persona y para la humanidad.
En resumen, “vivir cristianamente supone una vida auténticamente humana, y una vida auténticamente humana debe estar ya muy cercana a la fe. Si esta no cambia los valores éticos, sí produce un nuevo estilo de vivirlos en un clima de libertad y relaciones familiares con Dios. Este aire de familia crea una connaturalidad en el conocimiento del bien, que lleva incluso a la superación de la moral”.
Efectivamente, muchos hombres y mujeres han encontrado en la fe una palanca para su estima de todo lo humano y para su entrega generosa a cuanto signifique dignificación y humanización.