Cumplidos más de 40 años del Concilio Vaticano II, su esquema y simplemente su esquema de partida sigue siendo luminoso. La Iglesia, los creyentes reunidos se plantean buscando la voluntad de Dios cuál es su lugar en el mundo. No hay acontecimiento de mayor relevancia cristiana desde el Concilio de Trento, movidos por la disrupción de Lutero.
El esquema nuclear del Concilio Vaticano II se resumen en: Iglesia ad intra, Iglesia ad extra. Hacia dentro y hacia fuera. O, lo que es lo mismo, Dios no está presente totalmente en la Iglesia, ni tampoco en el mundo. Algo así como “intermedio”, “más allá de cada cual”, tensionando a la Iglesia e interpelando al mundo en su búsqueda. De aquí nacerán las grandes encíclicas de fundación, que darán pie a numerosos posicionamientos.
Dicho lo cual, pensemos la realidad. Los cristianos hoy están llamados a formar comunidades sólidas, de vida fraterna, y también a evangelizar, es decir a servir de anuncio para otros de su propia plenitud. Ambas realidades, necesitan evidentemente discursos diferentes, imágenes diversas. Lo que corresponde a una quizá no venga bien a la otra.
Hablemos claro. Desde el Concilio, se pide a cada cristiano que viva muy intensamente su fe entre hermanos (comunidad, creando Iglesia) y en el mundo comparta los frutos más edificantes de su fe. O dicho de otro modo, que viva la presencia de Dios entre dos lenguajes e imágenes, los que fundamentan su amor y esperanza absolutas al modo como decimos de Jesús que es el Cristo, y los que hacen provocador y atractivo, encarnado y vivido en debilidad tan buena noticia. Entre dos lenguajes, entre dos mundos. Perteneciendo a ambos, radicando en uno y sabiéndose parte del otro. Si lo propio del “ad intra” es la vida más intensa, lo propio del “ad extra” es la máxima responsabilidad con quien sabemos que busca sin haber encontrado.