El título no hace referencia a un modelo mítico de pantalones vaqueros, sino a una constatación. La de que los fastos llegan, alborotan y pasan. Aunque lo que se celebre tenga la contundencia de un quinto centenario y el modo en que se ha celebrado haya marcado un antes y un después.
Me refiero a los homenajes y conmemoraciones que tuvieron lugar el pasado año coincidiendo con la fecha en que se atribuye el hecho más famoso del cisma protestante iniciado por Lutero: la publicación de las 95 tesis en la ciudad alemana de Wittemberg. Infinidad de libros, artículos y eventos de todo tipo nos ayudaron a analizar la trascendencia de su legado. Y, por extensión, a derribar muros de intransigencia, deshacer falsos mitos y acercarse a la figura de un hombre que transformó para siempre el mapa religioso, y por extensión político, social y cultural de Europa. Que no solo acabó creando una nueva Iglesia, sino que transformó a la misma Iglesia católica pese a sus resistencias. Hasta se erigió una estatua en su honor en el Vaticano y el papa Francisco lo rehabilitó como teólogo. Algo impensable tan solo unos pocos años atrás.
Eso fue en el 500. Pero ¿y en el 501? Los homenajes se han difuminado y las buenas intenciones ecuménicas han dejado de avanzar por ese camino de comprensión mutua y búsqueda de la unidad. Y es una lástima no solo por la aberración que supone ver a los cristianos divididos entre una y mil Iglesias. Sino porque, dados los indudables paralelismos entre el tiempo convulso que le tocó vivir a él y el nuestro, lleno de dudas e incertidumbres, nos vendría muy bien su ayuda para entender mejor nuestro presente y sentar las bases de un futuro mejor. Un futuro en el que el diálogo, la convivencia y la confluencia entre confesiones hermanas sea posible. Y, seguramente, el hilo conductor entre ambas realidades no sea otro que la necesidad de coherencia, fidelidad y renovación.
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Rpj nº 532 – septiembre 2018 -501, sobre Lutero – MAngeles López
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