Fernando Negro
EL NIÑO ACOGIDO Y BENDECIDO POR JESÚS
Todavía recuerdo aquel día. Era al comienzo de la primavera. Mis amigos y yo volvíamos de la sinagoga donde habíamos recibido algunas enseñanzas cerca de la Torah y jugábamos al escondite. Serían las 10:30 de la mañana durante el recreo.
Sí, recuerdo que había un grupo de gente alrededor de Jesús de Nazaret a la orilla de la calle que va al Templo de Jerusalén. Mientras jugábamos, uno de los amigos me perseguía a toda velocidad y, sin quererlo, me topé con el grupo de Jesús buscando entre ellos mi refugio. Algo dentro de mí decía que Jesús no me echaría afuera gritándome. Así que me acerqué a Él e intenté esconderme tras su túnica.
Me sentía excitado y mi respiración acelerada y congestionada por el cansancio y la emoción. Inmediatamente, sin saber cómo, sentí la mano de Pedro agarrándome por la solapa como si fuera a colgarme de la valla contigua. Los otros compañeros de Jesús me miraban con disgusto y gritaban contra mí: ‘¿Qué haces aquí? ¿Es que no ves que estamos hablando con el Maestro? Informaremos de esto al Rabí de la sinagoga y él sabrá lo que tiene que hacer contigo y con tus compañeros. Y ahora, largo de aquí. No queremos niños a nuestro alrededor’.
Pero Jesús me miró con una ternura que nunca antes había sentido de nadie, ni siquiera de mis padres a quienes amaba de todo corazón. Entonces se inclinó hacia mí, me sonrió ampliamente, abrió sus brazos y me invitó a acercarme a él diciéndome: ‘Ven, no tengas miedo. Ven’. Me sentía confundido mientras sus palabras se clavaban en mi interior como clavos en un madero.
Me di cuenta de que los discípulos de Jesús quedaron enmudecidos, nadie se atrevía a hablar. Y yo me acerqué a él; sentí el calor de su abrazo y luego colocó sus manos sobre mi cabeza mientras reprendía la actuación de sus compañeros: ‘?Por qué echáis a los niños?’
Mientras decía esto, vi que Pedro quedó avergonzado con la cabeza baja. Y Jesús continúo hablando mientras ponía una mano alrededor de mí y señalaba con la otra a mis compañeros. Poco a poco se iban acercando y escucharon al Maestro decir: ‘Si no cambiáis y os hacéis como uno de estos niños, no entrareis en el Reino de los Cielos’. Yo no entendía aquella manera de hablar, pues ese lenguaje me resultaba difícil en aquel entonces, pero me sentí amado y orgulloso de ser yo mismo, me sentía especial y querido, como nunca antes lo había sentido.
Yo, que unos minutos antes estaba siendo regañado por los amigos de Jesús a causa de mi mala conducta, ahora Él me colocaba en medio de ellos y decía que yo era el modelo a seguir por todos aquellos que quieren entrar en el Reino del Cielo. Ahora que han pasado muchos años entiendo todo aquello. He crecido y madurado y estoy en el último tramo de la vida. Me hice seguidor de Jesús tras su muerte y resurrección. Mientras escuchaba la predicación de uno de los discípulos me sentí movido por dentro y decidí que también yo sería cristiano, seguidor de aquel hombre que me amó y dejó en mi corazón una marca imborrable de su presencia y de sus palabras: ‘Si no cambiáis y os hacéis como este niño…’
Constantemente repito estas palabras para mis adentros, ahora que mi cabello está lleno de canas blancas como la nieve. Viejo como soy, todavía oigo dentro de mi aquella invitación que él lanzó a sus amigos muchos años atrás: ‘Si no cambias y no os hacéis como este niño, no entrareis en el Reino del Cielo’ Ahora sí que entiendo. Aquel tierno niño abrazado por Jesús esta todavía vivo dentro de mí. Y mientras oigo su voz dentro de mí sigo dejándome acariciar y bendecir… Y la nostalgia del Reino me mantiene vivo y me llena de alegría.