Los medios de comunicación no cumplen con la misión de enseñar la verdad, y se someten a los intereses de los más poderosos, que deciden qué es verdad y qué no.
Los padres y madres le han cogido miedo a transmitir unas verdades de las que no se sienten creyentes seguros ni testigos fieles, o huyen de repetir sus malas experiencias de verdades impuestas y no descubiertas.
Sin embargo, quedan vías de acceso a la verdad, y los jóvenes las transitamos a menudo.
Queda la vía de la sencillez: los jóvenes buscamos caminos simples para solucionar problemas complejos, y eso nos acerca a la sencillez del evangelio.
Queda la vía del encuentro verdadero, mucho antes que las verdades encontradas: sabemos que estar en comunión con todos eleva al primer lugar la única verdad sagrada del valor del otro como un tú, que cuanto más nos llama hacia sí, más nos constituye.
Queda la vía del ensayo-error, tan científica, pero con tan mala prensa para la vida: los jóvenes no tenemos miedo a equivocarnos, pues el miedo que paraliza ya es una equivocación; los jóvenes discernimos la verdad probándola y no leyéndola, aunque nos llevemos algún susto.
Queda la vía de la escucha interior del cuerpo sentiente, del corazón sensible, del cerebro utópico, de las manos que sin la guía de la mirada aciertan con las teclas de la sonata: los jóvenes somos más amigos de nosotros mismos que de los conceptos con que nos definimos.
Queda la vía del mirar a lo alto, a Dios: el nombre nos asusta no por él mismo, sino por los malos usos que el pobre ha soportado; pero intuimos que allá arriba; sin embargo lo podemos traducir por la palabra amor y conjugarlo en toda su espectro: ll-amar; recla-amar, destr-amar, derr-amar, desinfl-amar, procl-amar, y tantas otras actividades que nos divinizan al hacerlas, y nos hacen ser cielo en mitad de la tierra.