ACOMPAÑAR. LOS DOS DISCÍPULOS DE EMAÚS – Fernando Negro

Fernando Negro

Es ley de vida que cuanto mayor se hace una persona, mayor debería ser el grado de autonomía personal adquirido y, por lo tanto, las personas que educan, sin perder la relación, deben confiar en ella y, de alguna forma deben de ofrecer, mayor espacio de libertad.

Cuando una persona ha encontrado su camino, la orientación fundamental de su vida, la tarea de la persona que educa debe ser cada vez más la de acompañar, aconsejar, entrenar, escuchar, animar, e incluso dejarse retar por el que se educa. Llamamos a este proceso “acompañamiento”. Acompañar es hacerse uno con la otra persona, conectarse con su ser real y animarle a que, sin temor, se mantenga en él, responsablemente, por el resto de su vida.

Jesús de Nazaret es para nosotros un claro ejemplo de lo que es un acompañante. Es el que se pone a caminar al mismo paso que el/a discípulo/a; sabe adónde va, pero deja que sea el otro quien vaya descubriendo la dirección de subida; interroga, mayéutica, sabiendo que la respuesta está dentro del discípulo; conecta empáticamente y escucha sin juzgar, aunque a veces participa para clarificar e iluminar la realidad oscura por la que atraviesa el/la discipulo/a

Una cosa esencial en el proceso de acompañamiento es que al que se acompaña recuerda al maestro como un rayo de luz que hacía arder el corazón por dentro, iluminaba la mente con su sabiduría y fortalecía la voluntad para dejar atrás el pasado y avanzar en un futuro de esperanza.

Es propio de la juventud el pedir que se le acompañe hacia metas altas y nobles que derrochen generosidad de espíritu, poniéndolo en sintonía con un ideal por el que valga la pena darlo todo, incluso la propia vida. Miguel de Unamuno (1864-1936), dirigiéndose a los jóvenes, les decía:

“No mires, joven, tu reflejo en los demás. Mira sus reflejos en ti mismo. No te busques desparramado en los otros, antes de haber buscado a los demás acoyuntados en ti… Reconcéntrate para irradiar. Deja llenarte para que reboses nuevo, conservando el manantial. Recógete en ti mismo para darte mejor a los demás todo entero e indiviso. ‘Doy cuanto tengo’, dice el generoso. ‘Doy cuanto valgo’, dice el abnegado. ‘Doy cuanto soy’, dice el héroe. ‘Me doy a mí mismo’, dice el santo. Y di tú al darte: ‘Doy conmigo al universo entero’.  Para ello tienes que hacerte universo, buscarte dentro de ti. Adentro.”[1]

Quien es capaz de abrir desde dentro ese surco cargado de esperanza e idealismo conectado con la realidad, ése es de verdad el acompañante de un/a joven. Acompañar es hacer del ejercicio educativo (de dentro a fuera) y formativo (de fuera a dentro)  una síntesis por medio de la cual el/la discípulo/allegue a ser autónomo y libre, anclado en su propia cosmovisión, tras las huellas del Dios vivo.

Los dos discípulos de Emaús, cualesquiera que fueran, caminaban tristes y desesperados tras la muerte de Jesús. Habían perdido la esperanza y su noche interior, unida a la noche cósmica, llenaba de frío su interior. El Resucitado se acercó a ellos y, acompañándolos, les iba mostrando otra cara de la realidad, una realidad que sabía a luz que iluminaba la mente y a fuego que  ardía en el corazón.

El Resucitado fue capaz de conectar con su realidad fragmentada y rota para, desde ahí, ayudarles a descubrir que no todo estaba perdido y que lo mejor estaba por llegar. Por eso, al partir el pan, ya de noche oscuro, lo reconocieron como el que ha resucitado y está vivo. Y desafiando la noche, sin irse a dormir, volvieron llenos de gozo a Jerusalén para compartir el gozo: “Es verdad, Jesús ha resucitado y está vivo.”

Así es como actúales persona que educa a el estilo Calasancio, despertando en el/la discípulo/a, desde dentro, un fuego que le da una nueva definición de sí mismo,  no basada en las experiencias del pasado, sino en la irrupción de una nueva luz que ilumina el camino hacia el futuro. San José de Calasanz lo decía con estas palabras:

“El servicio de la educación es el de mayor mérito, por establecer y ejercitar con amplitud de caridad, en la Iglesia, un remedio muy eficaz de preservación y curación del mal; y de inducción e iluminación del bien. A favor de los niños de toda condición y, por ende, de todos los hombres que pasaron antes por aquella edad. Y esto mediante las letras y el espíritu, las buenas costumbres y las mejores maneras, con la luz de Dios y la del mundo.” [2]

Con palabras más actuales, el P. Ángel Ruiz Isla, Sch.P., escribía a las personas que educan y les urgía:

“Invito a los educadores a que, con imaginación, sensibilicen a los jóvenes para que se comprometan en algunas acciones gratuitas. Se trata de crear en el centro un clima en el que se respire la gratuidad. Lo que puede hacer el hombre en la vida lleva el sello de la gratuidad. Recibe la vida gratuitamente. Es amado gratuitamente. Se casa gratuitamente. Opta por la vida religiosa gratuitamente. Los actos más heroicos de la historia están marcados por la gratuidad. Dios es un ser gratuito. La oración es don gratuito…”[3]

Las constituciones actuales de los escolapios, hablando del rol del superior en relación con los miembros de la comunidad, dice: “El religioso a quien se confía el ministerio de la autoridad, tiene el cuidado pastoral de los hermanos como principal y genuino cometido… En actitud humilde y dócil trata de descubrir la voluntad de Dios sobre cada uno de los hermanos, para cumplirla fielmente junto con ellos; y los guía hacia la santidad con la Palabra de Dios y, sobre todo, con su propio ejemplo.”[4]

Todo ello puede aplicarse, salvando las diferencias, a toda acción educativa y formativa de acompañamiento personal. Cuando acompañamos responsablemente a una persona hacia su madurez total estamos haciendo de su camino auténtica “tierra sagrada” en la que se va revelando la presencia del Espíritu en medio de nosotros.

“La Iglesia necesita la mirada cercana para contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario. En este mundo los ministros ordenados y los demás agentes pastorales pueden hacer presente la fragancia de la presencia cercana de Jesús y su mirada personal. La Iglesia tendrá que iniciar a sus hermanos –sacerdotes, religiosos y laicos- en este ‘arte del acompañamiento’, para que todos aprendan siempre a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro (Ex 3,5). Tenemos que darle a nuestro caminar el ritmo sanador de projimidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana.”[5]

[1] Citado en el libro de Ángel Ruiz Isla, “Los Jóvenes, Opción Preferencial”, Gráficas Ortega, Salamanca, 1985, p. 50

[2] DC 1196; fecha: 1621

[3] Angel Ruiz Isla, o.p., p. 82

[4] C 84

[5] Papa Francisco. “Evangelii Gaudium, La Alegría del Evangelio”, no. 169b