Fernando Negro
Educar es sanar desde dentro. Por eso la tradición cristiana llama al Espíritu Santo el sanador divino, pues es capaz de penetrar lo más profundo del alma y, a modo de una cirugía espiritual, hacer que quedemos restaurados en nuestra originalidad primera. No se trata de apaños parcheados, sino de una autentica recuperación de nuestra identidad.
Jesús se hizo el encontradizo con aquella mujer “extranjera” y oficialmente enemiga; pero Jesús no veía otra cosa en cada persona que su dignidad, independientemente de otras circunstancias culturales, morales o religiosas.
Eran las 12:00 del mediodía. La peor hora para ir a coger agua del pozo. Pero esa mujer se había acostumbrado a “lo peor”, pues al mediodía el pozo estaba solitario. Así se evitaba mezclarse con otras mujeres que, seguro, chismorreaban y cotilleaban acerca de ella, mujer de mala fama que había tenido cinco maridos y aquel con quien cohabitaba ahora no era su marido según la ley.
Tras la interacción progresiva con Jesús, aquella mujer va abriendo sus más caras y caparazones que le distanciaban de ella misma, de los demás y de Dios. Y cuando finalmente se da cuenta de que está frente a un hombre extraordinario que podría ser el Mesías, sale corriendo hacia la aldea y comunica llana de gozo: “Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho”.
Jesús hizo con aquella mujer un auténtico acto ‘educativo’, pues le hizo entender su dignidad de ser amada por Dios a pesar de todo lo que había hecho. Jesús hizo esa cirugía espiritual que le devolvió la conexión con los demás, convirtiéndose en mensajera de la buena nueva que es Jesús mismo.
¿En qué consistía esa ‘cirugía’ espiritual de Jesús con la gente? Podríamos decir que consiste en ‘mirarlas con amor’. Juan de la Cruz dice que ‘el mirar de Dios es amar’. Pues bien, Jesús miraba con amor a cada persona que se encontraba, la miraba dentro de su ser, se conectaba con la luz y la oscuridad, con la belleza y la distorsión que habitaba en esa persona. Pero sobre todo la miraba con amor.
Hablando de Jesús como el buen samaritano que nos mira con amor, un escritor contemporáneo dice lo siguiente: “Lucas nos representa a Jesús como el divino peregrino que baja del cielo para venir a vernos a los humanos allí donde estamos. Nos viene a visitar. La palabra ‘visitar’ en griego es ‘episkeptein’, que quiere decir: ‘dirigir la mirada sobre algo, alcanzar algo con la vista, cuidar de algo.’ Jesús baja del cielo para mirar y cuidar de nosotros. Nos mira y nos ve en el borde del camino, despojados y heridos.”[1]
La mirada de Jesús iba siempre acompañada de una bendición verbal, y ambas desataban desde el interior la maravilla de la nueva creación, de la restauración y sanación profunda. Elevado todo esto a niveles de experiencia mística, Juan de la Cruz dice lo siguiente: “La mirada de Dios limpia, aumenta la gracia, enriquece e ilumina. La mirada de Dios es como el sol que con su calor seca, calienta, embellece y hace resplandecer. Cuando Dios ha causado en el alma estos bienes, ya no se acuerda más de su pecado y fealdad. ‘No se le tendrán en cuenta los delitos que cometió’ (Ez 18,22) Dios no echa en cara el pecado una vez perdonado; ni deja de hacer más regalos.”[2]
La mirada de Dios sobre nosotros nos desenmascara y nos conecta con lo más auténtico de nosotros mismos. Es la mirada educativa a través de la cual aprendemos que no vale la pena seguir ocultando nuestra identidad. Las máscaras nos sirven de parapeto para perpetuar las distancias con los demás, para encubrir intereses personales, para quedar bien a toda costa, para marcar. las distancias desde una posición de poder sobre los demás, para aparentar lo que realmente no somos.[3]
Jesús repartía un “amor educativo” con los que se encontraban con Él. Era ese amor que descongelaba el corazón y lo hacía capaz de amar. Descongelaba toda fuerza maligna de pecado o de ignorancia que había entrado en él. Desde ese momento se operaba el milagro: en adelante las personas encontradas por Jesús entendían que la definición de su esencia no estaba escrita en su pasado, mucho menos en los recovecos oscuros de sus vidas, sino en el sueño que Dios tenía para ellas. Un sueño sellado por el signo de la esperanza.
Calasanz recurre también a la imagen de la mirada, aplicada al maestro que se deja moldear por la gracia para ser instrumento del amor de Dios: “Me gusta la escritura que me ha enviado; procure agradar a Dios humillándose cuanto pueda y enseñando con el mismo afecto con que enseñaría si viera que Dios le estaba mirando cuando enseña o cuando se prepara para enseñar.”[4]
Algo similar debió pasar en aquella mujer samaritana que quedó re-educada por Jesús, maestro bueno que sabía ir más allá de los prejuicios culturales y religiosos, para encontrase con el hombre y la mujer concreta, donde reside la imagen divina que en muchas ocasiones permanece olvidada e incluso fragmentada.
La idea fundamental de San José de Calasanz es que la educación es instrumento preventivo, pero nunca deja de usarlo cuando este mismo instrumento está llamado a ser curativo. En sus propias palabras, leemos: “El ministerio educativo es el más meritorio por establecer y poner en práctica, con plenitud de caridad en la Iglesia, un remedio eficaz preventivo y curativo del mal, inductor e iluminador para el bien, destinado a todos los muchachos de cualquier condición.”[5]
Esas palabras fueron escritas en un documento a través del cual defendía asertivamente el valor de la educación y la necesidad de que la Iglesia elevara a Orden la institución que el Espíritu Santo le había inspirado. Si había otorgado ese título a Órdenes que cuidaban de los enfermos, de los cautivos y de otros aspectos, ¿por qué no a los que curan, preservan y rescatan las almas?”[6]
Educar es devolver a la persona su rostro original, el sentido de gratitud y de autoestima por su identidad original e irrepetible. Edith Stein (1891-1942)[7], que fue entre otras cosas pedagoga y educadora decía a este respecto: “Saber qué somos, qué debemos ser y cómo podemos llegar a serlo es la tarea más urgente de todo hombre. Ahora bien, para el educador y el estudioso de la pedagogía encierra una importancia especial. Educar quiere decir llevar a otras personas a que lleguen a ser lo que deben ser. Pero no es posible educar sin saber antes qué es ser hombre y cómo es, hacia dónde se le debe conducir y cuáles son los posibles caminos para ello”[8]
Saber quiénes somos… éste es el principio de toda vida entendida como proceso. Este es el principio del crecimiento humano y espiritual. Para quien como la samaritana se ha encontrado con Cristo, es decir, para quien está en Cristo, es esencial avanzar hacia lo que uno “debe ser”. Ese “deber ser” es a todas luces Cristo Resucitado, el Hombre Nuevo con quien somos hechos “nueva creación”.
Las Constituciones actuales de los padres Escolapios conectan muy bien con esa intuición esencialmente evangélica y Calasancia: ‘Esta misión educadora tiende a la formación integral de la persona de modo que nuestros alumnos/as amen y busquen siempre la verdad, y trabajen esforzadamente como auténticos colaboradores del reino de Dios en la construcción de un mundo más humano, y mantengan un estilo de vida que sea coherente con su fe. Así, progresando a diario en la libertad, logren un feliz transcurso de toda su vida y alcancen la salvación eterna.”[9]
[1] Anselm Grün, “Imágenes de Dios”, Editorial Claretiana, Buenos Aires, 2006, pp. 97-98
[2] Juan de la Cruz, “Cantico Espiritual”, Anotación a la Canción 33 que dice: ‘Cuando Tú me mirabas/ Tu gracia en ti mis ojos imprimías/ Por eso me amabas/ Y en ellos merecía/ Los míos adorar lo que en Ti veían’
[3] Ángel Perulán Bielsa, “Humanización”, Indo-American Press Service, Santa Fe de Bogotá, 1991, pp. 20-21
[4] Al P. Melchor Alacchi, Roma, 03/12/1633; c.2148)
[5][5] José de Calasanz, “Memorial al Cardenal Tonti”, 1621, no. 9
[6] Idem, no. 26
[7] Edith Stein fue una filósofa y educadora judía, convertida al catolicismo, que se hizo monja carmelita descalza. Durante la época de los nazis fue llevada a un campo de concentración donde murió mártir. Fus canonizada por el papa Juan Pablo II en 1998, y fue declarada patrona del continente europeo
[8] Edith Stein “La estructura de la persona humana”, p. 294. Citado en el libro de Michel Depuis, “Quince días con Edith Stein”, Ciudad Nueva, Madrid, 2003, pp. 54-55)
[9]C, 92