ETAPAS DE DESARROLLO: LOS NIÑOS/AS JUAN, MARTA, MARÍA, LÁZARO, NICODEMO – Fernando Negro

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Fernando Negro

La vida de una persona no puede ser encapsulada en un momento determinado, ni siquiera en una etapa que abarque una serie de años. La razón esencial es que las personas somos seres en proceso permanente guiado por la fuerza de la razón, la sabiduría, la fe, y la voluntad.

Asistimos sin embargo a una cierta psicosis  generacional y globalizada por la que recurrimos enseguida a los psiquiatras, primero para que nos digan quienes somos, luego para que nos curen. Olvidamos una cosa esencial: la sabiduría que nos enseña lo que somos habita dentro de nosotros, y el mejor terapeuta habita en nosotros: nuestro ser real que esconde lo que somos de verdad: imagen divina, diseñados para hacer cosas buenas desde el centro más hondo del ser.

Seres en proceso, las personas comienzan su trayectoria desde el mismo momento de su concepción. En el vientre de la madre comienza el tejido de su vida no solamente fisiológica, sino psíquica y transcendente. En otras palabras, la imagen divina que le habita está ya ahí desarrollando la energía que, escrita en su ADN, le animará a ser lo mejor de sí misma.

Nos adentramos ahora en el encuentro de Jesús de Nazaret con personas del evangelio que quedaron marcadas por Él en las diversas etapas de su desarrollo humano. Jesús era una persona tan bellamente integrada en todos sus componentes humanos, que era capaz de conectar con quien se encontraba a niveles profundos, de acuerdo a su estado de desarrollo, en lo profundo de su corazón.

Jesús se encuentra con los niños/as a quienes recibe, acaricia, bendice, y propone como modelo a seguir para entrar en un proceso de conversión que implica simplicidad, espontaneidad, transparencia y dependencia, como el de los niños/as. Solamente así podremos entrar en el Reino de los Cielos.

El niño/a en tiempos de Jesús apenas contaba para nada. Pero Jesús lo pone en el centro, como asertivamente nos lo dice el evangelio. Y, como cuando la mujer adúltera estaba también en el centro a punto de ser apedreada, ahora Jesús pone en evidencia la “sabiduría” de los mayores diciendo: “si no cambiáis y os hacéis tan pequeños como éste. No entraréis en el reino de los Cielos”. Y uno a uno todos se marchaban mientras Jesús se quedaba con los pequeños.

Si hay algo que distingue a la etapa de la niñez es la dependencia de los adultos. La mayor parte de los animales nacen con un instinto de supervivencia que les lleva a la autonomía en muy poco tiempo. Pero los humanos necesitamos mucho tiempo y, si nos dejaran a merced de nosotros mismos, moriríamos enseguida, pues nuestro instinto de supervivencia está íntimamente ligado al de la necesidad nutriente de los padres, sobre todo de la madre.

Jesús enseñaba esta actitud esencial para encontrarse con el Dios que Él anunciaba a quien llamaba ‘Abba’ (papá) y quien quería que sus seguidores le llamasen así.

Entre los 12 Apóstoles, Jesús elige a un joven, Juan, que era hermano de Santiago, a quienes les llamaban ‘los hijos del trueno’. Juan permaneció célibe toda la vida, y tenía una profundidad, una delicadeza y una intuición extraordinarias, como se ve en sus escritos neo testamentarios de evangelio, sus cartas y el libro de la revelación.

A Juan se le ve con las notas de una persona que ha pasado ya la etapa de la identidad, característica de la adolescencia. Seguramente Juan tendría poco más de veinte años cuando fue llamado por Jesús. Eran el discípulo amado con quien Jesús contaba en momentos decisivos, el amigo confidente que se recostó sobre su pecho durante la cena pascual previa a la pasión, el que estuvo junto con María al pie de la cruz y,  después de María Magdalena, uno de los primeros testigos de la resurrección.

La juventud se caracteriza porque, tras la superación de la crisis adolescente de identidad (‘¿quién soy?’), uno entra en el proceso del encuentro con los demás, de saberse en relación complementaria con ese otro/a que, en el caso de una relación romántica, puede llegar a entablar lazos abiertos al matrimonio.

Pues bien, Jesús encuentra a Juan, y Juan a Jesús, en aquel día en que estaba con Andrés, hermano de Pedro, escuchando a Juan Bautista maestro de Juan y Andrés. Viendo pasar a Jesús, Juan apunta con su dedo y dice: “Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo.” Juan y Andrés fueron al encuentro de Jesús y ya se quedaron con Él para siempre. Juan recuerda hasta el detalle de la hora:  las 5 de la tarde.

Fue tan fuerte la atracción de Juan hacia Jesús que, por Él, por la cause del Reino, no se casó, permaneció virgen hasta su muerte, exiliado en la Isla de Patmos a la edad de cien años. Su vida de relación con el Señor Jesús avanzó en amor y en sabiduría. Desde ambos elementos escribió el cuarto evangelio, lleno de intuición y teología muy especiales. Y no digamos nada de las cartas, y del libro de la Revelación.

La historia nos dice que en la Isla de Patmos, estando en la cárcel, catequizó y convirtió al que luego sería el gran padre de la Iglesia, Policarpo que, a su vez, sería el maestro de San Ireneo de Lyon. Jesús no lo dejó indiferente, sino que le inyectó la pasión por el Reino. Por eso su vida de celibato fue generadora de vida  abundante, que era el objetivo por el que Jesús vino a la tierra.[1]

Hay una familia especialmente querida por Jesús, la familia de Lázaro, Marta y María, vecinos de una pequeña localidad cercana a Jerusalén. Los tres hermanos deberían tener una edad aproximadamente igual a la de Jesús. Entre ellos se estableció una relación de amor y de simpatía que le agradaba a Jesús de manera particular.

De hecho el evangelio de Juan dice textualmente que Jesús amaba a Marta, a María y a su hermano Lázaro. Era una relación de amistad inclusiva que, lejos de distraer a Jesús de su misión integral de salvación para todos, le llenaba de energía. Era una amistad bella que refleja cómo nuestras necesidades afectivas no se paran en un momento dado de nuestro desarrollo. Jesús vivió la amistad humana como experiencia de amar y ser amado, como refuerzo para su misión específica que requería tener un corazón universal y sin puertas.

Entre los tres hermanos aparece María como la que de manera muy especial  escucha a Jesús amigo aún a costa de ser criticada por su hermana Marta que estaba metida en mil asuntos. Ella había escogido ‘la mejor parte’, la de la amistad que implica siempre un trasvase de confidencialidad y de intimidad. Jesús llamó a los discípulos ‘amigos’ porque les había revelado todo lo que había recibido de Dios. María había conectado con esa parte secreta de Jesús, su intimidad, a través de la cual se conectaba con el maravilloso misterio de un amor que es siempre más grande que nuestra pequeñez, que nuestra limitación y nuestro pecado.

Tener un amigo es tener un tesoro. La vida consagrada debería ser experta en amistad, pues la vivencia del celibato consagrado no es una pared de defensa contra el amor, sino una catapulta para que el amor se comunique con relaciones afectuosas abiertas, tiernas y universales, con capacidad de transformación personal, al servicio del Reino, como Jesús.

Jesús llama al amor universal, pero de ninguna forma excluye el amor concreto a cada persona. Es más, Jesús ama a todos en cada persona que encuentra en su camino, para manifestarles que son amados por Dios.

Hay un personaje que llama la atención, pues era discípulo de Jesús, a escondidas, cuando ya era un adulto posiblemente llegado a la ancianidad. Hablamos de Nicodemo. Es impresionante ver que la gente se abre a Jesús en las diferentes etapas de sus vidas, porque ven en Él “vida” en abundancia, una vida escondida dentro del ser profundo y que, como en el caso de Nicodemo, estaba encarcelada por el peso del legalismo y las apariencias que había que guardar.

Jesús, que libera, al estilo del método de la mayéutica[2] empleado por Sócrates (s. IV a. d. C.), según el cual, el maestro enseña a sacar la verdad del discípulo desde dentro, como una comadrona ayuda a la madre a dar a luz al bebé de sus entrañas.  Jesús confronta, pregunta, deja cuestionamientos en el aire, invita a tomar riesgos, amplía los horizontes intelectuales y emocionales de la persona y, sobre todo, les dibuja el sueño de Dios para sus vidas. El “tienes que nacer de nuevo” de Jesús ejemplifica el mensaje básico educativo de el cual le da a Nicodemo. Jesús ayuda a la “refundación de cada persona.”

A propósito de esta ‘refundación’ existencial, leamos este bello texto de un escolapio contemporáneo de importancia capital para la familia Calasancia: “Este ‘refundar’ al hombre pasa por una espiritualidad de la Encarnación. Sería un proceso de reconciliar la vida cotidiana con la vida eterna. Y la búsqueda de la espiritualidad será la búsqueda de la propia identidad. Esto comporta reconciliar todas las dualidades de la persona.”[3]

[1] Jn 10, 10

[2] Mayéutica es una palabra de origen griego, que significa literalmente “dar a luz”

[3] Ángel Ruiz Isla, ”Los jóvenes, Opción Preferencial”, Gráficas Ortega, Salamanca, 1985, p. 43