Fernando Negro
La vida es un regalo. Por tanto nuestro nacimiento y el hecho de estar vivos es parte esencial de este regalo que recibimos de Dios sin merecerlo. Sin embargo a lo largo de la vida estamos llamados a renacer una y otra vez a través de las diferentes etapas de la vida con todo lo que cada una de ellas conlleva a nivel de experiencias de dolor, de alegría, de gozo, de esperanza o de pena.
Jesús, que observaba en detalle todo lo que era parte de la naturaleza humana, profetizó que la alegría del que le siguiera sería tan grande como la de una mujer que se alegra tras la pena del parto, con el nacimiento de una nueva vida.[1]
Dolor y alegría van de la mano. Son aliados eternos de nuestro crecimiento. La psicología nos enseña que cuando alguien evita el sufrimiento se atrofia, deja de crecer y, a lo más, tiende a retroceder en un proceso de regresión infantil.
La educación es el proceso por el que colaboramos a que nazca el verdadero ser, sin trampa ni cartón. Jesús ha venido para reeducarnos, para levantarnos de la oscuridad que nos impedía reconocer la grandeza que desde el comienzo de la creación del mundo Dios había instalado en cada uno de nosotros, pues somos su obra maestra de arte, creados en Jesús su Hijo para que actuemos en bien.
“La educación vista desde esta perspectiva es el medio natural y privilegiado donde el (religioso) educador puede ejercer su función maternal y paternal. Obrando así, abre al otro a su vocación a la libertad y aceptará incluso su propia ‘desaparición’ para que el otro crezca de modo total e integral, con todas sus prerrogativas, e incluso con sus defectos.”[2]
En el fondo, educar es ayudar a que la persona descubra la realidad de una “presencia” que le habita por dentro: es la presencia de la imagen divina en la que fue creada. Esto implica tener un optimismo esencial en cuanto a la concepción del ser humano; a ese optimismo le llamamos “Esperanza”.
El educador Calasancio entiende este proceso aplicado a su vida, pues se sabe en permanente proceso de “rehabilitación”, mientras a la vez ayuda a otros, a imagen de Cristo que actúa en él por el Espíritu, a que se rehabiliten y se conecten con la grandeza de lo que ya son y no lo sabían. En el fondo educar es un arte. Por eso todo educador que se precie de serlo es un artista que ayuda a Dios en su obra creadora inacabada.
Solamente el educador apasionado, con una fuerza superior a la que su naturaleza humana le da, puede llevar a cabo semejante hazaña, ya que sabe que educar es mucho más que instruir administrando y enseñando conocimientos intelectuales. Educar en el fondo es , transmitir por ósmosis existencial aquello que vibra desde dentro por obra del testimonio. Educar, concluimos, es una Gracia.
El educador Calasancio se alegra reconociéndose en proceso permanente de nacimiento a la novedad de lo que es y, sobre todo, de lo que está escrito en él mismo como ADN espiritual que se desarrolla en clave de futuro. Por eso el verdadero educador ayuda al educando lo que es como detonante para levantarse al nacimiento de lo que está llamado a ser.
De aquí nace la alegría y el gozo en medio de las sombras. Nacemos tantas veces cuantas nos atrevemos a retar la oscuridad, el miedo, la culpa maligna y la vergüenza, para demostrarnos a nosotros mismos que no estamos predeterminados, sino programados para aventuras nobles y bellas.
Educar es liberar a la persona desde sus anhelos más nobles de grandeza. Y al hacerlo estamos siendo agentes de transformación en el mundo, como gotas que contribuyen al potencial inmenso de la humanidad y del cosmos, ambos creados por un Dios infinitamente sabio y bueno. En una ocasión el Papa Francisco dijo de forma espontánea que ‘la misión del educador es ésta: llevar y cargar sobre sus hombros la existencia, los éxitos, los fracasos y los anhelos de los niños y de los jóvenes.’ “Por tanto, el educador debe ser místico y profeta. Un portador de esperanza capaz de leer los signos de la nueva aurora y los caminos para comprometer a la humanidad en un nuevo amanecer.”[3]
La gran tarea del educador está grabada en las páginas de las Sagrada Escritura, que nos dice por medio del Apóstol Pablo: “Hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error, sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo.”[4]
[1] Jn 16, 21
[2] Joao Carlos do Prado & Teófilo Minga, Misión, Visión y Quehacer de los Religiosos Educadores, en “Vida Religiosa”, Monográfico, enero de 2014, Vol. 116, p. 33
[3] Joao Carlos do Prado & Teófilo Minga, o.c., p. 35
[4] Efesios 4, 13-15