Vivimos en un mundo ajetreado. Pasan muchas cosas, y todas nos parecen muy importantes. Ocupamos mucho tiempo en toda esa información que recibimos constantemente y en definitiva, no hay tiempo para pararse y otear el horizonte y los paisajes que la vida nos ofrece. Esta necesidad de velocidad hace que desistamos de los proyectos porque no vemos los resultados con premura. Y el compromiso desaparece.
Por eso creo que, de vez en cuando, no viene mal dar un paseo por el monte o la naturaleza, y desconectar-conectar. Ver la vida a otra velocidad. Y es que los bosques, ríos, o montes, escuchando un poco, nos pueden contar mucho sobre la vida. O al menos, esto pensé yo el otro día.
Paseaba por Urbasa, y cuando uno pasea por un bosque de hayas, es difícil no admirarse al ver esos troncos enormes, que están ahí bastantes más años de los que yo puedo contar en mi vida. Esos troncos que crecen muy poco a poco, con el paso de primaveras y otoños, sequías y tormentas… Y perseverando en su aspiración por abrazar con sus ramas el cielo y ser acariciadas por la luz del Sol. Creciendo lentamente, en medio de las prisas humanas.
Así me imagino muchas cosas: nuestra vida, nuestras relaciones, nuestras comunidades, nuestra Iglesia… Bosques de árboles en profunda relación, que crean un ecosistema hermoso de alabanza a Dios. Un bosque que necesita muchos años para formarse, y los árboles que lo componen se comprometen para este fin a años vista.
Pero aunque no lo parezca, el árbol crece, para asombro del ser humano.
Pues eso iba pensando… Indudablemente, pasear por un bosque es estar en línea directa con el Padre-Madre Creadora.
En otros tiempos, cuando se hablaba con elementos naturales, entendían muy bien:
“Les contó otra parábola: – El reinado de Dios se parece a una semilla de mostaza que un hombre toma y siembra en su campo. Es más pequeña que las demás semillas; pero, cuando crece es más alta que otras hortalizas; se hace un árbol, vienen las aves del cielo y anidan en sus ramas.” (Mt 13, 32-33)